Fernando Pérez Marqués Azorín en Santa Marta
Azorín en Santa Marta
UN CABALLERO INACTUAL
[El escritor]
Fernando Pérez Marqués nació en San Vicente de Alcántara (Badajoz) el año 1919. Sin embargo es muy posible que su destino como escritor quedase trazado muchos años antes cuando una bala cambió el curso vital de su abuelo Higinio Marqués, obligando a quien por hacienda y tradición hubiese debido dedicarse a la labranza, a bregar desde ese momento con la pluma y despachar correspondencia o asentar números en los libros de cuenta y razón de una fábrica corchera. Un primo suyo, empleado en la firma inglesa de los Bucknall había salido una mañana al balcón de la oficina, atraído por el clamor que suscitaba la partida de una cuerda de presos detenidos días antes en el curso de una revuelta popular. Corrían los años de la revolución de 1868 y el oficial que comandaba la fuerza, descompuesto por la dramática situación, creyó ver un gesto enemigo en quien en ese momento se asomaba al balcón, y ordenó disparar. Higinio Marqués tendría luego la singular ocurrencia de dejar constancia escrita de su versión de estos hechos, redactando nota autobiográfica por la que sabemos que su primo había salido al balcón “sin otra arma que su pluma” y con ella caería abatido por los disparos. Y fue así que no habiendo pariente próximo más capacitado para las tareas de administración y despacho fue él, Higinio, el destinado a relevar aquella pluma en la oficina de la casa Bucknall.
Precisamente de la mano de aquel autodidacta llegó la literatura a la casa familiar de Fernando Pérez Marqués, puesto que fue el abuelo Higinio quien compró los libros y revistas ilustradas que constituyen el fondo más antiguo de su biblioteca, y el primero también que se esmeró por enlazar con precisión y estilo ideas y palabras. Muchos años después cuando la hija única de Higinio, Antoliana Marqués, comenzara a leer con íntima delectación los primeros artículos literarios de su hijo Fernando y escuchase elogios de su estilo, pronunciaría una frase memorable que resume todo ese orgullo de quien descubre en el hijo las íntimas habilidades que cultivó su padre: “Hijo mío, no lo hurtas, que lo heredas”. Aquella vivaz e inteligente sanvicenteña, aquella mujer que pugnó sin éxito por cursar estudios de magisterio y que recibía en las cartas paternas la recomendación del leer sin descanso “porque una señorita sin instrucción es bien poca cosa”, aquella mujer maravillosa que fue Antoliana también sería la que sembró en el corazón de Fernando Pérez Marqués una vocación literaria que delata la huella alcantarina de su origen. Porque, significativamente, sería un artículo titulado “Ante el altar de los caballeros de Alcántara” el primero que dio a la estampa en 1942. Fue enviado a una revista madrileña, la revista Tajo, que reservaba una sección para los escritores noveles, pero -¡grata sorpresa!- los redactores lo incluyeron junto a las firmas de los escritores consagrados. A partir de entonces el diario Hoy, durante largos años, y el ABC de Madrid, en la última y penúltima etapas de su vida, acogieron los mejores trabajos de creación de Fernando Pérez Marqués.
Porque, en efecto, su obra se halla repartida en su gran mayoría por páginas infinitas de diarios y revistas, que la hacen difícilmente abarcable incluso para quienes siguieron muy de cerca su desarrollo. Y es posiblemente esta fidelidad obstinada para con un género como el artículo periodístico, la que hará muy pronto de este autor, si nadie lo remedia, uno de esos clásicos olvidados, de esos escritores cuyas secretas voces sólo alcanzan a ser escuchadas por los zahoríes literarios o los espíritus afines de las generaciones venideras.
¿Por qué esa insistencia en una modalidad expresiva, la del artículo literario, tenido por menor? No era desde luego síntoma de incapacidad para el discurso sostenido, para empresas literarias de mayor envergadura. Tampoco era pereza, sino delectación y amor por un género del cual extraía él mismo como lector las mayores cuotas de placer intelectual. Prueba de ello es la ingente cantidad de recortes de prensa con artículos literarios que fue coleccionando a lo largo de su vida. Espacio textual, por lo demás, muy acorde con su gusto por la simplicidad, con su azoriniana afición a los “primores de lo vulgar”. El artículo literario, la columna periodística, daba la medida justa de su estilo: de ese ejercicio que busca quebrar las resistencias del lenguaje para iluminar las cualidades ocultas de las cosas pequeñas, de los oficios vulgares, de los objetos y nombres olvidados. Nada es trivial, nada tomado de su mano, resulta una bagatela.
Pero tuvo, claro es, sus géneros y temas preferidos, y entre ellos uno: las crónicas viajeras. Como hombre sedentario, fueron los suyos viajes sin salir de su gabinete, rutas cautivas en la letra impresa. A fin de cuentas, “nadie ha viajado nunca: nadie ha salido nunca de la geografía de sí mismo”, según dijo José Carlos Llop. Buscó, sin embargo, la propia identidad en el paisaje de su tierra extremeña. Pocos como él atisbaron los valores literarios de un espacio geográfico tan parco y entrañable como el extremeño: también en esto las afinidades de su espíritu azoriniano alumbraron y guiaron los derroteros de la pluma. Viajó poco, pero anduvo mucho: fue el suyo ojo escrutador de la naturaleza íntima del terruño. Muchas veces dilató la mirada por campos y pueblos extremeños hasta descubrir su esencia adormecida. El resultado es ese fino y sutil retrato del paisaje y el paisanaje que fue dando a sus fieles lectores en la serie de entregas que tituló “Postales de andar extremeño”. Aparecidas en su mayoría en el diario Hoy, alguna también en el Extremadura, y otras en el ABC de Madrid, fueron luego algunas de ellas recopiladas con emotivo prólogo de Santiago Castelo en un libro póstumo.
La progresiva revalorización de la historia como creación literaria y el declive creciente del cuantitativismo, le animó a probar suerte en este género. Su creciente interés por los trabajos de Caro Baroja o por la historia de las mentalidades y de la vida cotidiana, le llevaron a trazarse un riguroso plan de investigación cuya meta era la reconstrucción histórica de un espacio humano muy definido y querido: el de Santa Marta. Miles de papeletas sobre demografía, folclore, urbanismo, toponímia, epigrafía y un sinfín de documentos gráficos, citas y referencias literarias sobre la villa de Santa Marta habían sido colectadas por él en los últimos años y aguardaban una inmediata redacción que apenas alcanzó a iniciar.
Otros temas de inspiración literaria le fueron suministrados por su trabajo docente y también por las obligaciones contraídas al hacerse cargo de la explotación de unos predios familiares heredados por su mujer. La escuela, particularmente la escuela rural, está muy presente en su obra, como también lo está su otro gran amor: la agricultura. Responsabilidad sobrevenida, sí, pero no por ello ajena a su mundo imaginario, fue por ello fuente de inspiración y aprendizaje: una veta virgiliana discurre por toda su obra.
Las grandes obras pueden esperar. Tal parecía ser la divisa del escritor. Sólo que la muerte no aguardó a que terminase de reunir los múltiples artículos que fue publicando aquí y allá, como apuntes y borradores de esa cartografía del mundo propio que todo escritor tiene, y que él no alcanzó a concluir. Dos libros tenía en el telar -así le gustaba decir- que hubiese consolidado su nombre en el panorama de las letras extremeñas: Abolengo literario del Guadiana y la Historia de la villa de Santa Marta. Dos itinerarios personales que habrían conducido al lector por los vestigios de la memoria documental y literaria de dos espacios –el río Guadiana, el pueblo de Santa Marta- que le fueron muy queridos. Dos ensayos que hubiesen venido a prolongar los que por fortuna, ya casi al final de su vida, se decidió a componer y a dar a la estampa: De Extremadura. Cuatro esquinas de atención (Badajoz, Institución cultural “Pedro de Valencia”, 1980); El alcornoque y el corcho (conjuntamente con Celestina Pérez González, Badajoz, ICE-Universidad de Extremadura, 1982, reeditado por la Asociación Cultural “Vicente Rollano”, 1996); Espejo literario de Extremadura (Badajoz, Diputación Provincial, 1992), a los que vino a sumarse, muerto ya el escritor, sus Postales de andar extremeño (Badajoz, Caja de Badajoz, 1995).
Se ha dicho muchas veces que “el estilo es el hombre”, pero esta afirmación tópica se torna referencia obligada cuando nos acercamos a las páginas de este autor extremeño. La contenida emotividad de sus textos, labrados con sobriedad exquisita y destreza artesana, son reflejo inequívoco de esa peculiar distinción que sólo hallamos en personas rigurosas y sinceramente modestas. La poética de Pérez Marqués nace de una especie de “franciscanismo laico”, de sencillez depurada y primordial, que fue para él regla de estilo y ethos personal. Su ritmo literario, el uso frecuente de diminutivos, la adjetivación minuciosa con que matizaba su prosa, los rasgos en suma de su estilo, han de verse ante todo como expresión literaria de un íntimo pudor y ascetismo personal.
Hay también, por supuesto, influjos literarios, amigos y maestros que asoman con franqueza a sus páginas. Pocos, casi ninguno, de su generación literaria. ¿Por qué? Difícil es saberlo. Quizá porque en su juventud, en los largos años en que España vivió sembrada de escombros y rencores, este “caballero inactual” se recluyó en el único mundo con el que verdaderamente se sentía afín y solidario: los clásicos, la generación del 98, Ortega, Marañón, y quizá también Dors y Salaverría. Azorín –ya se ha dicho muchas veces- fue una presencia permanente a lo largo de toda la obra literaria de Pérez Marqués, una lectura acusada y confesada. Pero también algo más: una de esas afinidades electivas que transcienden lo puramente artístico y a las que hay que buscar claves existenciales más profundas.
Pueden hallarse en sus textos otras influencias más conceptuales. En primer lugar, ya se ha dicho, los clásicos: Cervantes, Gracián, Saavedra Fajardo... Pero también hay influjos de autores del propio solar extremeño: López Prudencio, Arturo Gazul, Enrique Segura, Pedro de Lorenzo... Están asimismo presentes, y es difícil quizá enumerarlos, esos otros maestros, viejos maestros del castellano que hoy casi nadie lee y en cuyas olvidadas páginas Pérez Marqués fue espigando esas menciones pasajeras, esos juicios atinados o erróneos que componen el cuaderno casi póstumo de lecturas que alcanzó a titular Espejo literario de Extremadura.