Azorín en Santa Marta

ALEGORÍA EN LA ESCUELA

[El maestro]

Nadie esperaba a Fernando Pérez Marqués cuando el primero de septiembre de 1942 se presentó en Santa Marta para tomar posesión de su plaza de maestro. El alcalde estaba ausente y los obreros que adecentaban las aulas no supieron darle razón del comienzo de las clases. Aquella tarde escribió a sus padres: “Paréceme que ha causado un tanto de extrañeza que haya llegado el día 1, señal de que no se me echaba de menos”. Tenía entonces 23 años y una guerra a sus espaldas. Todavía de calzón corto se había escapado de casa el día de la toma de Badajoz por los nacionales, y de esa cruenta jornada recordaba unos cadáveres apilados junto a las gradas de la catedral y la chusma que subía por Afligidos hacia San Juan, gritando: “¡a mangar, a mangar!”. Ni los unos ni los otros. Y sin embargo hizo la guerra con los nacionales; voluntario primero, antes de que lo llamaran a filas; alférez de complemento, después. Llegó a redactar un diario de campaña, un cuaderno de hule negro escrito con pulcra caligrafía y en el que es difícil rastrear entusiasmos bélicos ni otras emociones que las provocadas por la miseria en las trincheras o la muerte de un joven condiscípulo. Luego, en los años que hubo de pasar en los cuarteles, la literatura se le manifestó como un arma contra el tedio, y la practicó como pudo y donde pudo. Si alguien consulta –suponiendo que se conserve- la colección del semanario Ráfagas que publicaba el regimiento de Infantería Argel nº 27, de guarnición en Cáceres, hallará las prosas y los dudosos poemas que fue publicando con los seudónimos Juan Soldado y Bachiller Fernán.

Como otros muchos oficiales de complemento pudo hacer carrera en el ejército, pero prefirió un empleo civil, eligió el de maestro y así lo comunicó a sus padres: “Lo he pensado bien, y aunque se gana menos, también es verdad que se gasta menos, de modo que váyase una cosa por la otra”. En su debate particular entre las armas y las letras, vencieron estas, si bien es cierto que con las letras –con la enseñanza de las primeras letras, queremos decir- durante los años de la dura posguerra, todo se echaba en duelos y quebrantos. Por lo demás, el magisterio también tenía sus servidumbres en el Nuevo Estado y con alguna de ellas no dejó de expresar el recién estrenado maestro su irónica disidencia: “Como era de esperar y de temer –se lamentaba en una de las cartas enviadas a sus padres desde Santa Marta- me han endosado el cargo de Delegado del Frente de Juventudes, que está durmiendo el sueño de lo inexistente, y no pienso despertarlo...”

Ni adhesión inquebrantable ni desafección, sólo matices de disidencia. Matices, eso sí, tan significativos en aquellos años como la íntima celebración en el hogar paterno de los triunfos de los ejércitos Aliados frente a las potencias del Eje. Y sobre todo voluntarismo, individualismo ético y mucho voluntarismo. Voluntarismo del viejo cuño regeneracionista: pan y escuela. Y si no pan, al menos una buena escuela: “La marcha normal de la escuela aún no ha empezado –escribía a sus padres apesadumbrado el 19 de septiembre- debido a que está completamente limpia de material: no tiene Rayas, ni libros de lecturas, ni de estudio; de pizarras anda poco más o menos, y así todo. La matrícula ya se va sintiendo; tengo unos 37 chicos, todos muy atrasados, por lo que tendré que trabajar de firme si quiero obtener un minimum de rendimiento.”

Pero de la escuela hubo de regresar de nuevo al cuartel, esta vez por una movilización forzosa: la movilización del 42. Ahora ya de teniente, primero en Cáceres -ya se ha dicho-, luego en la guarnición de Badajoz y finalmente en el Campamento de Robledo en la Granja, Segovia. Y allí de nuevo el dilema: seguir la carrera militar, que se prometía rápida y fulgurante para los jóvenes oficiales de milicias universitarias, o la vuelta, cuando fuese posible, a una nueva escuela rural. Y eligió otra vez la escuela, pero no en Santa Marta -su plaza allí tenía ahora otro propietario- sino en Granja de Torrehermosa, allá en los confines de la provincia, lejos de la casa paterna y lejos también ¡ay! de un nuevo afecto que ahora le reclamaba en Santa Marta. Había conocido allí a una joven, la que habría de ser su mujer, Celestina González, y vivía desde entonces enamorado.

Su encuentro con ella podría parecernos una página de Azorín, y quizá siempre lo fuese: Azorín en Santa Marta. Durante sus primeros días en la villa el joven maestro había hecho amistad con el cura párroco, don José, compañero suyo de pensión, un hombre ilustrado y sensible, según lo que escribe a sus padres: “Cuando me manden el tabaco, mándenme también un libro de López Prudencio, titulado El bargueño de Saudades, que tengo en el estalache de las novelas. Este libro lo quiere leer don José el párroco”. El maestro se aficionó a pasear con don José y en uno de estos recreos por las afueras vio subir camino de la ermita a una joven vestida de blanco, casi una niña: Alba Visión, la llamó en una de sus “prosas rimadas”. No le había dado tiempo a establecer una relación formal antes de volver al cuartel, pero en su mente había quedado ya, fijada para siempre, su imagen de la mujer amada: una mujer real, que al propio tiempo parecía –le parecía a él- un personaje femenino de Azorín. Para ella escribiría poemas –“prosas rimadas”- y páginas sentimentales que fue publicando, como ya se ha dicho, en el semanario del batallón. Pero a ella dirigió también, andando el tiempo, cartas en las que expresaba sin ambages –aquí sí- su profundo desafecto por la vida militar: “Salte usted, corra, échese al suelo, dé voces hasta desgañitarse, marque el paso, no se siente y tenga pocas horas de sueño, aguante impertinencias de todo aquél que lleve más estrellas en la bocamanga que en la suya, y está condensada la vida del mílite, es decir, del “esclavo con uniforme”, según ha dicho alguien. Como podrás observar por lo que antecede, no es de mi devoción esta profesión que accidentalmente ejerzo”.

Por eso prefirió dejar definitivamente el ejército y volver a la escuela. Y los años en Granja serían duros, años aquellos que sirvieron para acuñar el chiste, terrible y oprobioso, sobre el hambre del maestro. Pero en Granja halló refugio de amistad y complicidades literarias en la casa de un hombre singular, don Florentino de la Gala Pila. Paradójico y excéntrico, don Florentino era una especie de doctor Thebussem que sin salir de su pueblo se carteaba con medio mundo. Vivía de noche, dormía de día, y usaba pantalones de golf para mayor escarnio del vecindario, que no podía entender cómo un hombre de su posición malgastaba tiempo y fortuna en las más inútiles y peregrinas empresas. Suya era la editorial en la que Fernando Pérez Marqués publicó -para sí y para sus íntimos, puesto que no se imprimían los libros, sino que se mecanografiaban unas cuantas copias- El alma trasvista (Alas veloces editor, Granja de Torrehermosa, 1947), una colección de meditaciones y estampas azorinianas.

El tiempo que no le absorbían estos menudos quehaceres literarios (su colaboración con una editorial ficticia -Alas veloces, ediciones, meditaciones y hechos de nuestro tiempo- o en la no menos ficticia revista La cuidadosa ojeada que don Florentino dactilografiaba en cuartillas de papel manila) lo invertía con severo empecinamiento en las abandonadas aulas granjeñas: “He tomado mi obligación, o si se quiere la ´alta misión` que me incumbe de crear ´ciudadanos útiles, educándoles e instruyéndoles` -escribía a su novia- he tomado eso, digo, un poco más en serio que los demás compañeros, y a ella me entrego de corazón. Los chicos, que, aunque sin una razón capaz de discernir, se dan cuenta de todo, dicen (los que yo tengo, claro, que son los del tercer grado) que tienen un buen maestro y se muestran contentos. Yo lo sé porque mandé llamar a los familiares de mis alumnos para ponerme en contacto con ellos, conocerlos, charlar de sus niños, saber el caso de cada cual, a la par que en el curso de la entrevista les hacía ver yo la importancia y trascendencia que para el porvenir de esos niños tiene la Escuela. El maestro tiene que buscar la cooperación de los padres, para, en compañía, realizar la obra educadora. Aquí no saben de eso; no lo comprenden. Nunca le han hablado en tales términos. Y se admiran.”

Era aquel el ethos profesional heredado de su padre, el jefe de Correos Luis Pérez Hernández, quien a su vez había sido ahormado por su tutor en las austeras formas del republicanismo decimonónico. Aquél tutor -un “santo laico”- guarda, en el retrato al carboncillo que de él se conserva, un asombroso parecido físico con don Nicolás Salmerón, trasunto quizá de esa otra afinidad moral. Y toda aquella herencia y tradición reformista, firme y casi ingenuamente asentada sobre una fe inquebrantable en la capacidad redentora de la educación, intentó llevarla a la práctica don Fernando durante su largo magisterio en Santa Marta. Saben así sus habitantes de excursiones escolares al teatro de Mérida, a los dólmenes cercanos, a la presa romana conocida en el pueblo por “El paredón”... Saben también de aquellas campañas de animación a la lectura y de la biblioteca ambulante que promovió o de las representaciones teatrales que fueron ocasión reveladora de alguna que otra vocación escénica (según recuerda el dramaturgo extremeño Francisco Suárez de su primer contacto con el teatro, la adaptación del episodio quijotesco del Clavileño realizada por don Fernando para una función escolar). Alguno evoca también desde los laboratorios del Consejo cómo nació su vocación científica dentro de aquella aula pueblerina, mientras ayudaba a formar estupendas colecciones de minerales, insectos o plantas. Hay también quien exhibe con orgullo ante sus hijos los primorosos cuadernos de rotación, con increíbles dibujos que ilustran los ejercicios de historia o de literatura... Otros, en fin, cuentan emocionados una anécdota expresiva de su educación sentimental y ética en el libro Corazón, lectura predilecta en aquella escuela. Fue cierto día en el que murió en Santa Marta un hombre todavía joven a quien sus condiscípulos apodaban Garrone, uno de los personajes del libro. Al llegar el maestro a la casa del duelo uno de los antiguos discípulos lo recibió diciéndole: “Don Fernando, se nos ha muerto Garrone”. Y al día siguiente, evocando la escena, el maestro escribió en el ABC uno de sus más emotivos artículos: “Cuore”.

No podía pasar desapercibida esta labor pedagógica, completada con la de alfabetización de adultos, el fomento de una biblioteca –cristalizada años después en la Biblioteca Municipal “Pedro de Lorenzo”- o las gestiones para la consecución de un Colegio Libre Adoptado que “las fuerzas vivas” de la localidad no vieron ni apoyaron con idéntico entusiasmo. De manera que poco a poco comenzaron a llegarle al maestro felicitaciones de la Dirección General del Libro y del Servicio Nacional de Lectura; premios por su dedicación al censo y alfabetización de adultos; o sucesivos “Votos de gracia” de la Inspección Provincial que habrían de hallar su culminación en la concesión del más preciado reconocimiento que un maestro podría recibir: La Gran Cruz e ingreso en la Orden de Alfonso X el Sabio.

Para entonces Fernando Pérez Marqués ejercía ya en Badajoz, mas no por ello se había desvinculado de Santa Marta en donde había nacido otra de sus devociones: la agricultura. Y es que la huella del ideal virgiliano, latente desde antiguo en el maestro, había tomado pronto la forma de un homenaje a su novia: “Ya veo que Juan Soldado –le decía ella en una de sus cartas- en el tiempo que hace que no me hablas de él, se está haciendo un verdadero campesino. Como de todo le gusta saber también querrá aprender las esencias del campo, que aunque vulgares, no son tan sencillas”. Carta tras carta la novia –hija de agricultores, enamorada del campo- le iba hablando de la siega, las tormentas, los precios bajísimos del trigo y la cebada, de manera que al instalarse definitivamente en Santa Marta el maestro ya sabía que el mundo de la agricultura nada tenía que ver con los sueños de la Arcadia. Esa misma preocupación por el bienestar social y la precaria economía campesina de los años 50, le impulsaría también a fundar con unos cuantos convecinos la hoy próspera cooperativa agrícola “Santa Marta Virgen”, en la que habría de alternar durante largos años los cargos electos de secretario e interventor de cuentas. Y fue precisamente su sensibilidad literaria la que concibió para los vinos de la localidad la rotunda denominación Blasón del Turra, a fin de que el pequeño campesino (denominado “turra” en la zona) sintiera el fruto de su honesta labor como su orgullo y su “blasón”.

Se comprende así que el pueblo de Santa Marta, encabezado unánimemente por la Corporación Local, lo nombrara en 1993 “Hijo Adoptivo” de Santa Marta. Así fue y así se recuerda a don Fernando, el maestro:

El aula es rectangular, con más frente que fondo, iluminada por un balcón que da a la calle principal, sobre la fachada del casino “Círculo Cascorro”, y el complemento de una claridad verdosa que se derrama desde la claraboya abierta en la alta techumbre de madera. Cuando llueve con fuerza –lo que no era infrecuente en los lluviosos años cincuenta- se hace necesario apartar algunos bancos para que las goteras no interrumpan el normal desarrollo de las actividades escolares.

El maestro, un hombre menudo, gasta bigote recortado y protege su modesto traje oscuro con un extraño guardapolvo gris. Va escribiendo en el encerado las tareas de la jornada: sesión de la mañana, sesión de la tarde... Escribe con primorosa caligrafía y se expresa con una corrección desusada, casi anacrónica.

Hay a la derecha de un armario en el que se ordenan cronológicamente las piezas arqueológicas que los alumnos han ido trayendo a lo largo de los años. En su mayoría fueron encontradas por sus padres cuando realizaban alguna faena agrícola: hachas de piedra tallada o pulimentada, puntas de sílex, ajorcas y broches de bronce, monedas y trozos de mosaicos procedentes de las villas romanas del contorno. A la izquierda se alinean los libros de una modesta biblioteca escolar. Se ven varios ejemplares del libro Corazón, de Edmundo de Amicis. Los alumnos que no han podido comprarlo se sirven de ellos durante las sesiones de lectura en voz alta. Hay también un lote de libros nuevos y vistosos: el fondo de las “bibliotecas circulantes” que periódicamente envía el Ministerio a los maestros que lo solicitan.

Al fondo del aula cuelga una repisa larga, de pino sin desbastar, sobre la que se alinea, en frascos de cristal de variados tamaños, un pequeño bestiario. Culebras, lagartos, alacranes, murciélagos, ratoncillos, tarántulas o ciempiés que los chicos han ido capturando en sucesivas excursiones escolares por La Calera, El Risco o El Molinito, y que ahora se exhiben con la correspondiente descripción taxonómica rotulada en tintas de colores.

El maestro ha inculcado a sus discípulos el gusto por la rotulación y el dibujo y los escolares guardan en frasquitos de penicilina unas tintas que fabrican ellos mismos con pigmentos y anilinas. Están todas en un casillero, al fondo a la izquierda, protegidas en cajas de hilaturas que han ido a pedir al comercio de Catena. Luego, con una plumilla irán trazando los títulos de sus tareas escolares: Ejercicio de dictado, Cordillera Penibética, La Reconquista, Días de la madre, Día del Caudillo...

En la mesa del maestro brilla una pulida vara de avellano, herramienta preceptiva en la pedagogía de la época, y detrás la trinidad obligada en todas las escuelas de España: José Antonio, el crucifijo y el Generalísimo Francisco Franco. Más abajo, cuidadosamente enmarcada por el maestro, luce la carta que un célebre escritor ha enviado respondiendo a la felicitación que los alumnos le han cursado con motivo de su ochenta cumpleaños. Dice así:

Alegoría en la escuela

Agradezco infinito este jardín de flores tempranas que se me envía. Honra a quien lo cultiva. No pienso en el laurel, que tiene hojas perennes. Y este jardín ha de cumplir la ley imperativa de la vida: ha de renovarse.

Abrazos a todos. Azorín