CAMPIÃA Y CAMPESINO
CAMPIÑA Y CAMPESINO
Diario ABC, 15 de Abril de 1992Contemplábamos antes la campiña de una manera y ahora la miramos de otra. La campiña era para nosotros simplemente repliegue y color, paisaje; ahora es, además de todo eso, espacio vital, esperanza y preocupación del labriego, próvida fuente de mantenencias para el hombre. Hay una externa proyección del campo, que suele contemplarse con curiosidad pasajera desde el tren o desde el automóvil. El verde tierno, jugoso, de los alcaceles; la pompa intensa, lujuriante, de los viñedos, y el bronco verdor de los olivos, de las encinas y alcornoques; el tono amarillento, dorado, de las mieses en sazón, y, entre ellas, ensambladas acá y allá, las piezas ocres, bermejas, grises, de los predios en barbechera.. Las casitas blancas, solitarias, silenciosas, en lo alto de los cerros; la línea sinuosa de la arboleda que escolta verdegueante el curso de un río, y allá a lo lejos, cerrando el horizonte, la tenue silueta azul de una montaña, en la que tal vez se recorta, sobre la diáfana comba del cielo, la estampa feudal de un castillo. Y ¿no aparece también en algún lugar la hierática figura de un campesino? Quizá nosotros lo hayamos considerado tan sólo como un motivo más, como un motivo oportuno, animado, del paisaje; como una pieza pintoresca que agregar a ese escenario formidable, inmenso, en que se fijan distraídamente nuestros ojos. ¿Adónde se encaminará este anónimo personaje? ¿Cuáles serán los pensamientos, cuáles los gozos y las zozobras que llenan de optimismo o de angustia su ánimo?
Seguramente el paraje, cubierto de sembradura, se nos antoje risueño, exuberante; hay como una tierna expresión vegetal recogiendo el hálito de la tierna próvida, mollar. Sin embargo, a veces existe en ese mundo particular de los cultivos que parecen disfrutar de espléndida lozanía, un drama íntimo, recóndito, una trágica perspectiva de malogrado grado esfuerzo. Sólo los que han puesto en ello ilusión y amor lo saben.
El campesino -¿os habíais olvidado del campesino?- se ha detenido un punto; su ceño aparece serio, adusto; un aire tibio, secarón, de ardores adelantados, azota su rostro; el cielo es límpido, zarco, o bien ofrece una raridad blanquecina. El campesino mira en derredor suyo y contempla los efectos de la prolongada sequía; el suelo está agrietado, exhausto, y las plantas, doblegadas por una extraña pesadumbre, sin ánimo para el medro, se hallan lacias, alicaídas. Ya las vainas de los habares no se verán henchidas, ni ahijará bien el trigal, ni las espigas acrecentarán sus órdenes; ya el montículo áureo de las mieses mermará sus posibilidades de redención económica. Empero, allá en lontananza, bogando solitaria en añil, hay una nubecilla blanca, tenue, algodonosa. Y nuestro campesino -como todos sus camaradas-, que es el hombre más templado, más sufrido, más estoico que existe, al elevar un momento sus ojos al cielo, la ha observado. Y entonces ha ocurrido algo estupendo, admirable; entonces, como una súbita flor, en el espíritu de este hombre sobrio, laborioso, resignado, se ha abierto un resquicio de esperanza, y ha musitado: todavía, si Dios quisiera...
Nosotros mirábamos antes el campo de una manera y ahora lo contemplamos de otra. Sabemos perfectamente que el color, la exuberancia, la poesía, suelen llevar consigo las adherencias del menoscabo del dolor. Y ¿lo verán así los arbitristas? ¿Lo considerarán así los que estudian con sus cálculos, con sus cábalas, con sus modernas disposiciones de política comunitaria, la rentabilidad agrícola y ganadera, base económica del estamento rural, de la ancha y honda nación española?.