JEREZ DE LOS CABALLEROS

JEREZ DE LOS CABALLEROS
Diario  ABC,  4  de Junio de 1982

Antes de llegar a Jerez hemos contemplado, naturalmente, un paisaje recio y agreste, un paisaje propio de esa amplia comarca natural que los pueblos labriegos del contorno llaman genéricamente  "la sierra". Serpentea a veces el camino, con acusadas curvas y desniveles para vencer las quiebras del terreno y se advierte por doquier las existencia de aquellas connotaciones propias de una tierra con tradición ganadera. Sobre su enmarañamiento geológico se despliega la dehesa con menudo pasto bajo el encinar, el menguado hilillo de agua en la hondonada, penachos de retamas y flores blancas o amarillas, del jaral; de trecho en trecho el toril, la zahúrda, el majadal. Un mundo físico y semoviente que armoniza con la callada quietud reinante o se rompe sólo con el bucólico trémolo del balido y las miradas largas, húmedas y absortas de las bestezuelas que no entienden el apresurado paso del viajero.

En algún momento, sobre las anchas techumbres rojas de los vetustos caserones, cuyas paredes encaladas refulgen cegadoramente  al sol, vemos toda una larga teoría de torres, de cúpulas, de espadañas, de cimborrios, que delatan desde lejos la vieja alcurnia de la población. Hay en ella, o en sus alrededores, huellas de civilizaciones distintas, relejes de una historia que se hunde allá en el remoto, en el inasequible pretérito, constituyéndose en acicate y desazón de eruditos e investigadores, que buscan la presencia fenicia, latina y visigótica. Nada se sabe con evidencia de  estas cosas; pero lo cierto es que a la "Xerica" de los árabes, las huestes leonesas de la Reconquista ya la encontrarían apetecible, y en el poder templario estableció en ella cabeza de Bayliato. Mas ¿no hay en lo que resta de su fortaleza una torre que evoca el acabamiento infausto de esta Orden, con el apelativo terrible de "Torre Sangrienta"?.

Jerez de los Caballeros : de los caballeros templarios o de los caballeros santiaguistas, sus posteriores poseedores. Fue en esta época de estos últimos cuando se expandió la población; dentro del recinto murado - algunos de cuyos lienzos de muralla aún se perciben tras de unas casucas adosadas y una de cuyas puertas de entrada al recinto aún se traspasa - es donde, decimos, las callecitas pinas y tortuosas, las plazas recoletas, los palacios y las iglesias, han ido configurando un núcleo urbano singular; el aliento vital de la edad Media - ya un tantico desvaído-, los esplendores del Renacimiento, los anhelos de la Ilustración, han dejado un sedimento de señorío y de arte que, a despecho de los avatares, conforman el espíritu de la ciudad. Y cuando se ha correteado toda ella, cuando se ha entrado acá, se ha detenido allá, cuando se han contemplado estas menudas cosas, al parecer anodinas, en las que los hombres y los siglos han concretado sus ideales, una indecible impresión de reposo y equilibrio embarga al visitante.

        Está Jerez saturado de todo eso que las guías turísticas comentan por extenso; el Arte y la Historia podrían señalar itinerarios con fruición. En el libro "Jerez de los Caballeros", escrito por Casimiro González, se traza precisamente uno de ellos, aunque nosotros hemos dejado vagar nuestros pasos, sin otra orientación que el deseo de encontrarnos con esas inefables sorpresas que suelen ofrecer los viejos burgos con arcano. Los templos, con sus capillas penumbrosas y quedas en las que rutilan, a la luz de tembloteantes lamparillas, los dorados retablos tallados y estofados en la propia localidad en las pasadas centurias, han solicitado  poderosamente nuestra atención : de ladrillo bermejo la de San Miguel, y revestida de cerámica vidriada la de San Bartolomé, juegan ambas torres en el aire jerezano un sorprendente papel de joyas afiligranadas. Desde el campanario de San Bartolomé, situado en lo más eminente de la población, se contempla el pintoresco conjunto urbano, y en torno suyo el amplio, el dilatado término municipal; achaparraditas, vistas desde la altura, emergen graciosamente las iglesias de Santa Catalina y Santa María.

A nuestro alrededor, hasta perderse la vista en el remoto confín, se extiende un fino y austero panorama con sus colinas azulencas, con el tierno verdor de los prados y el verde bronco, oscuro, brillante, de la arboleda xerófila, tan típicamente extremeña; por la ancha vega, más allá de la Dehesa Boyal, cruza largamente el Río Ardila y, bordeando su curso, una sucesión de montañitas de cimas suaves, redondeadas, marcan curiosamente los plegamientos arcaicos del terreno.

Pero nosotros descendemos de la torre y deambulamos al azar por el pueblo. Transitamos una calle en costanilla; el arroyo está empedrado y hay grandes losas en las aceras, ya desgastadas por el paso de las generaciones. Y es entonces cuando pensamos, quizás al contemplar una pétrea portada ojival, que existe una especie de coherencia, que existe una suerte de armonía superior entre estas añosas edificaciones y el curso inexorable del tiempo y de las multitudes de gentes anónimas, desconocidas, ignotas, entre las cuales nosotros vamos a contarnos inesperadamente desde ahora.

 Pasito a paso, el viandante lo ha ido observando todo con renovada sorpresa : la ventana lindante arqueada sobre el ajimez, en la mansión que fue solar de los Martínez de Logroño; las laudes del frío mármol, con sus blasones y epitafios; las portadas platerescas y los ventanales noeclásicos; las rejas y las barandas de primorosa forja; las gráciles veletas figurando rehilanderas, gallos, corceles, los naranjos y limoneros, de tersas forjas verdes, alzándose de los patios sobre las bardas de las blancas paredes, las rúas que descienden en  anchos rellanos o sesgan con recodos sorprendentes, y en las que hay  hierbas adventicias  aferradas a los muros, costados de chimenea junto a la calle, maderas alabeadas, descoloridas, y ventanas con rejas, desbordantes de claveles. ¿Ha sido esto en la calle Beata?. ¿En la calle Quebrada?. ¿En la de los Faroles, del Reloj, de San agustín, en la de Piteles?. En la de los Postes, al descenderla lentamente, allá en lo hondo, por encima de unos tejadillos, se ve en primer lugar un valle jugoso, detrás de una espesa arboleda, y a lo lejos, la silueta violácea del monte. En la de Campanón, un viejo palacio abandonado, de renegridas paredes, pone un tinte de intensa, de profunda melancolía en el ambiente. Por  el contrario, en el llano de Santa María, al salir, con una indecible sensación de angustia en el espíritu, de la iglesia que fuera hace años  víctima voraz de un incendio ¿no se ofrece en última instancia el contrapunto alegre, vivaz, de unas palomitas correteando por las cornisas del templo, como si ellas quisieran liberar el ánimo de su extraña opresión?. O en el de Santa Catalina - de iglesia tan esbelta, tan solemne, y con tanto tesoro de arte imaginero dentro -, en el que de pronto sus campanas derramaron desde lo alto un vibrante repique volando jubiloso desde las casitas, sobre las calles, sobre las plazuelas, en la apacible tarde de cielo intensamente azul, de cielo límpido, diáfano, terso. 

Al llegar ante una casona solariega, que está en la calle de Abajo , se han abierto sus puertas con gentil hospitalidad, y el viajero ha entrado. Un ambiente de vida hidalga y señorial se respira en su interior; el culto al pasado y a la tradición  se ha remansado en sus estancias; los muebles de oscura madera tallada, los lienzos patinosos, los timbres nobiliarios, los recuerdos familiares hacen de ella un relicario de cosas románticas y venerables, con su delicada espiritualidad, con sus dulces remembranzas, con su expresión de historia dormida en cada rincón. ¿Qué otra cosa sino esa "silla de mano"  depositada fantasmagóricamente en el centro de un amplio y solitario salón o esos gorros militares que usaron ilustres antepasados en la guerra de la Independencia y que aún se guardan devotamente en una vitrina?.

El dueño de la casa nos ha ido guiando; en la biblioteca paterna los cuantiosos  volúmenes y las numerosas carpetas de fichas -andamiaje de conferencias y libros-  conservan el recuerdo de un intenso laboreo intelectual. Y en una amplia pieza contigua, revistiendo los muros, existen unos anaqueles que contienen, en volúmenes cuidadosamente encuadernados, en volúmenes cuidadosamente ordenados por fechas, toda la colección de "ABC"  desde 1905 a 1980, en un alarde de inteligente fidelidad lectora.

Al respaldo de la antañona mansión se extiende el jardín; es éste amplio y soleado, y tiene rotondas y paseíllos enarenados. Una interesante pieza arqueológica, seguramente de carácter ritual, colocada a modo de adorno, expresa la consagración a los temas históricos del caballero que aquí mora. Cercano a ella existe un alto ciprés que señala el lugar del enterramiento de "Júpiter", nombre del caballo que montaba en la batalla de Bailén  un coronel de Caballería que fue miembro de esta linajuda familia. En el tronco, grabados en plata de cobre, se leen para ese árbol versos del poeta hispanoamericano  Francisco A. de Icaza, cuando lo contemplara en su visita el año 1913 :

" De seguro habrás oído

decir de alguno que es

más fúnebre que un ciprés.

¡Pon en el ciprés un nido,

verás si es triste después!"

Pero nosotros hemos salido, finalmente, de esta casa solariega. Y cuando hemos abandonado esta casa, cuando hemos abandonado Jerez, meditamos acerca de todo cuanto hemos visto, pensando que a veces las cosas forman en sí mismas, sin proponérselo, una conjunción maravillosas de fervores, y que están ahí, en su estática mudez, esperando a que alguien llegue amorosamente hasta ellas y las desvele.

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Fernando Pérez Marqués