GUADALUPE

GUADALUPE
Diario ABC,   18 de Julio de 1985

Recientemente se han reunido en el real monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe crecido número de ex presidentes de países hispanoamericanos con autoridades extremeñas; tiene este viejo monasterio extremeño una especial resonancia en América. Data esta resonancia de la época en que los naturales de tal región española tuvieron en la empresa ultramarina una extraordinaria, una enigmática, asombrosa participación, cuyas razones se han tratado de explicar con reflexiones diversas, aunque la clave quizá pueda estar en la idea que de ello dio la sabia intuición de Eugenio d'Ors en su glosa dedicada a «Guadalupe».

En la inmensa soledad de su hábitat, tierras adentro de España, con apenas unos grandes y vetustos pueblos erigidos en el remoto confín que se divisa desde cualquier punto de la geografía regiond1, ha nacido esta gente; un quehacer rural, de pastoreo o labranza es el oficio que les ocupa casi en exclusivas, o del que, en el mejor de los casos, si es pequeño propietario de alcaceles y majuelos -es decir, aquellos humildes, aquellos pobres y orgullosos hidalgos de pueblo-, viven frugalmente. De otra parte, la caza, con sus emociones y añagazas no exentas de rigores y peligros, distraen muchas jornadas de su existencia; vigorosos y austeros, hechos al riesgo y a las fatigas, en tanto que su manada pastorea en el ralo pastizal o la yunta rumia en el sesteadero, ellos, en lo alto de una colina, reposan y sueñan: Venida la noche, para salir de algún modo de las breñas que circundan los villorrios y orientarse en la oscuridad nocturna, contemplan en la limpia lámina del cielo el rebaño sideral de las estrellas.

Y cuando a impulsos de un alucinante afán de aventuras -como les aconteció al resto de sus compatriotas  sintieron la comezón del viaje transmarino y se encontrarán en las inmensas extensiones del Nuevo Mundo donde existían ingentes obstáculos que salvar, mostraron ante los demás un firme dominio de la Naturaleza .Y se granjearon, con su natural bizarría, con su sereno estoicismo, con sus inteligentes arbitrios y recursos, la gloriosa responsabilidad de la capitanía.

De Extremadura se han trasladado a América; de un Cosmos a otro, haciendo de esas tierras nuevas su patria adoptiva, su definitivo solar, llevando allá sus más íntimas esencialidades: linaje, idioma, costumbres, creencias. Aspiran a que todo sea trasunto de lo que dejaron atrás, y establecen unas correlaciones toponímicas aplicando a los accidentes geográficos, a las ciudades recién fundadas y a los viejos territorios, nombres que oyeron desde niños. Hay, sin embargo, entre ellos; un topónimo predominante; la advocación mariana de Guadalupe suscita por doquier una profunda, una fervorosa devoción; hasta su santuario ha ido esta gente o alguno de sus deudos, han aprendido a rezarle y saben en torno a ella de promesas y milagrosas leyendas. No extrañemos, pues, que de las numerosas correlaciones extremeñas en Hispanoamérica, noventa y dos aluden a Guadalupe. Bajo este título se han rodeado de celebridad buen número de iglesias y ermitas, sin contar los santuarios guadalupanos en México, con sus peculiaridades iconográficas y devocionales.

En cualquiera de esos templos -en Jupri, en Cochabamba, en Mochica, en Sucre, en Santiago del Estero-, acaso en el mismo rincón en que antaño un ancianito vestido de negra ropilla musitaba sus rezos ante la sacra réplica, hay ahora una mujer aimará o quechúa ataviada de mil colores, bajo cuyo tongo blanco, tostado o negro, su impenetrable rostro de cetrina tez, que han curtido los secos vientos de la puna, parece identificarse mejor con el gesto dulce y sereno de la Morenita de las Villuercas.

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Fernando Pérez Marqués