FERNANDO PÉREZ MARQUÉS
Julio Cienfuegos
Inacabable la tarde, se resiste a abandonar su señorío sobre el pueblo y sobre su campo, con esa téntiga persistencia estival que dilata el vuelo de la hora, como un cernícalo parado en el aire de Santa Marta. El cielo exprime un color amoratado de burdeos vinosos sobre el brillo jocundo de los pámpanos, sobre los redondos canchales de granito que enfoscan el alfoz del pueblo, y tarde, aire y cielo se resisten a dar la última despedida al escritor que ha paseado día a día su melancólico, su amoroso talante, por este y por otros tantos caminitos que van parcelando en retales de tierras rojas, de embarbados rastrojos, de viñedos y olivares, el panorama extremeño que se pierde en lejanías hacia la alfarera Tierra de Barros o se limita por las reposadas lomas de encinares de la Sierra de María Andrés y el macizo de Monsalud.
Vamos detrás del féretro donde reposa su última, despaciosa andadura, la sombra de Fernando Pérez Marqués, escritor extremeño, colaborador de ABC, hombre bueno y cabal, dedicado a exaltar el decoro de la tierra en que nació. Ayer mismo era Jesús Delgado Valhondo, el enorme poeta de Extremadura, quién nos dejaba y, en pocas horas, nos golpea esta otra ausencia, (que nunca vienen solas las desgracias), abatiéndose sobre el parvo y lastimado olimpo de una tierra extremosamente agachada. ¿Cómo no ha de teñirse la tarde de nostalgias?. La evocatio de estas vidas, de estas pasiones puestas al noble servicio de las letras y de la patria chica, se señorea de nuestro espíritu. Hemos perdido a dos varones insignes, de ese linaje de hombres que pulsan las cuerdas más sensitivas de la colectividad. Los dos, Jesús y Fernando, maestros de escuela, ensimismados en aulas pueblerinas, derramando la mirada acuosa a través de los cristales para asomarse a la vida del campo en torno, a la palpitante naturaleza, o deteniéndose en el puro cristal de los ojos infantiles que reflejaban sus propias miradas, permanentemente niñas.
Desde La Zarza, el primero; desde San Vicente alcantarino, La Granja bética o la Santa Marta nutricia, el otro, y ambos obteniendo en Badajoz su definitivo perfil, fueron desplegando sus obras creadoras que iban decantando unas personalidades paralelas. Glosadores bien pertrechados ha de tener Jesús, cuyo vitalismo poderoso y entusiasta le permitió relacionarse en los foros literarios y ocupar el papel que merecía en las letras nacionales. Yo quiero, en esta tarde de su despedida, saludar al otro varón de amores, Fernando Pérez Marqués, al que debo que, por desgracia para todos, su última colaboración en ABC fuera dedicada a exaltar, con más cariño que justicia, una novela mía. Y no es, bien lo sabe Dios, este el motivo agradecido de estas líneas, pues hubiera deseado que no se publicara a condición de seguirnos deleitando por mucho tiempo con sus prosas extremeñas.
Hora es de fijar nuestra atención en estos hombres, perdidos por la geografías provincianas, que siguen el Beatus Ille de unas vidas fecundas y recoletas, alabanciosos de la simplicidad aldeanas y menospreciadores de las cortesanías, que parecen repetir a esas selectas calidades humanas que encontraba Azorín en sus búsquedas por los pueblos, a la cata de las esquivas esencias de nuestra raza, que se esconden apegadas al terruño. Hubiérase topado con este don Fernando, hidalgo de majuelos cortos o almazaras y lagares mínimos, a los que mimaba con el mismo amor con el que se pasmaba en la observación de la naturaleza agraria de su campo, o se deleitaba dedicando su atención a los discípulos, su sola gloria, o que, en las horas postreras, del día, afanaba sus primores dejando correr la pluma en una prosa limpia, sugerida por la última lectura de un clásico. Hubiérase gozado escudriñando en su alma silenciosa, en sus desdenes de ociosos arrequives y de gratuitas vanaglorias, hasta dar con el escondido escrito, transido de pudores, en el que se reflejaba la verdad de su alma, en una forma cuidada, auténtica, sin huelgos ni desmayos.
He mencionado a Azorín, el maestro de Fernando. Su propio pergueño respondía a un personaje azoriniano. Humilde y reposado, señor de sus ademanes, ni en su vida ni en su obra hay un solo gesto de ufanía. Quiso seguir la estela de otro más próximo maestro, al que pudimos conocer : aquél don José López Prudencio, crítico literario durante muchos años en ABC, de quién Fernando publicó la correspondencia con los grandes literatos del noventa y ocho y de las generaciones posteriores que respetaban su juicio y su sabiduría y que, sin moverse de Badajoz, poniendo en alto el pabellón de su provincianismo, supo dictar desde su criterio un indiscutible magisterio de las letras de España. Modelo fué para Pérez Marqués de su estilo siempre depurado, pero, sobre todo, de la dedicación permanente a Extremadura : esta humilde región que lograba asomarse de vez en cuando a las columnas más prestigiosas de la colaboración literaria merced a la pluma de Fernando, cuyo único tema era el extremeño. A él dedicó la totalidad de su obra, los libros que ha publicado y los que esperan su edición. Cerca, muy cerca de donde reposan sus restos, en el camposanto santamarteño, no queda ni el recuerdo de una aldea que se llamó Don Febrero, desaparecida, corroída por una invasión de termitas, en el siglo XIV. Numerosas corrosiones termiteñas han descaecido en la historia a esta pobre región a la que un día lloraba Fernando Pérez Marqués como "deprimida, mínima, secundaria". A su remisión dedicó todos sus fervores y, en esta tarde doliente, es Extremadura la que le llora a él, uniéndose también al llanto por Jesús Delgado Valhondo.
Julio Cienfuegos
Badajoz, 25- VII-1993