INEFABLE AGUDEZA CAMPESINA

INEFABLE AGUDEZA CAMPESINA
Diario ABC, 20  de Abril de 1989

En nuestro cuaderno de bolsillo hemos anotado: alforjas, y luego, al regresar a casa, hemos escrito: Alforjitas; alforjitas de  hilo, multicolores, usadas por los labriegos acomodados cuando salían a visitar sus predios; alforjitas ligeras, de lona cruda, fláccidas, en burritos de jornaleros; alforjitas de viandantes, que portaban en sus henchidos senos las más varias y extrañas cosas; alforjitas simbólicas, literarias, tan anheladas por los poetas hace unas décadas -"Alforjas para la Poesía", de Conrado Blanco-, porque ellas representaban un hito ilusionado en su arte. Pero de todas, la más estupenda, la más ideal y eficiente, es un género de alforja de que hemos tenido referencia en boca de un agudo y sentencioso campesino.

Y es que, a veces, resulta fructífero realizar trabajo de campo departiendo con gentes del medio rural; se encuentran entre  estas personas hombres de muy gentil entendimiento. Sus observaciones, sus experiencias, sus ideas, como dimanantes de una ciencia infusa, como escolio de una sabiduría natural, produce en nuestro espíritu la impresión de que ese espontáneo dogmatismo empírico de que dan muestras es un eco pálido y lejano -dispensad la hipérbole- de aquel viejo ejercicio dialéctico de los ciudadanos de la antigüedad clásica, en la cátedra exenta del ágora.

Uno de los lugares al que gustamos acudir para poner en práctica nuestra toma de contacto es cierto cafetín de pueblo, a  la hora en qué se halla repleto de público madrugador; una claridad tenue, suave, va extendiéndose por el cielo, momentos antes de que el sol muestre su cegadora faz. Labradores y obreros agrícolas llenan el local. Tiene este local, sencillo y destartalado, un aire vagamente agreste; a un lado, estribadas en Ia pared, junto a un grupo que conversa en torno a una mesa, se ven dos o tres azadas con el filo bruñido, desgastado, y por cima de ellas, colgados de un clavo, unos macillos de rafia anuncian la venta de fibra para ligar injertos. Afuera, dando frente al muro encalado, del cual penden todavía, a un lado y otro de la puerta, argollas para atar caballerías, aparece estacionado un tractor, que dentro de breves instantes piafará con hórrido estrépito por algún paraje de la campiña  circundante. Cosas sencillas; vulgares, pertenecientes a un mundo que acaso nos pueda parecer extraño, arcaico; periclifado, un mundo a miles de años luz de este nuestro tiempo de impresoras láser o geniales travesuras artísticas como ese "Fin de Parzival" de Salvador Dalí, realizado por el alemán Wolf Wostell en el museo de Malpartida de Cáceres.

Se hablaba en el corrillo de una persona recién desaparecida; estaba esta persona, por su abnegación cristiana, por su  bondad, muy querida en el pueblo; todos se hacían lenguas de ello. res entonces cuando el viejo y sentencioso campesino, como reflexionando sobre la limpia conducta moral. sobre el fervoroso ideal perseguido por las almas buenas, ha pronunciado esta bella y lapidaria frase: «Lo importante al morir es llevar las alforjas llenas.» Esto es, IIevarlas repletas de buenas obras, de sonrisas florecidas a nuestro paso, de ternura y caridades repartidas a manos llenas, acá y allá, con éste y con el otro; partir dejando en pos de sí un profundo releje de recuerdos gratos, y la obra -nuestra obra, sea pequeña o grande, colosal o humilde- bien hecha. 

Y nosotros -tú, lector, o yo-, que acaso hemos tenido la dicha de conocer a una de estas criaturas portadora de esas  alforjas ideales, y hemos ido viendo cómo las llenaba de renuncias y abnegaciones, de palabras comedidas y dulces, de sencillos actos ennoblecidos por el sacrificio, de rasgos que sólo con una penetrante observación se conoce su valor, de proyecciones afectivas que no tienen límite ni confín, cuando un día hemos pasado por el dolor íntimo e infinito de perderla, un nimbo de apacible serenidad en su rostro dormido parecía decirnos que ya una fuerza suprema había tomado las alforjas de sus manos cansadas y  yertas.

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Fernando Pérez Marqués